Esta Navidad no me voy a dejar arrastrar por la marea consumista. No voy a ceder ante la influencia de una tradición que considero impostada y artificial. Todos los años ocurre lo mismo. Voy caminando por la ciudad bajo las luces navideñas, rodeado por una multitud cargada de bolsas con regalos y mecido por las irritantes voces de los villancicos. El olor de las castañas asadas flota en el aire y todo parece tener un brillo especial. Sigo andando y la decoración de los escaparates ejerce sobre mi una atracción seductora, las bolas relucientes me anuncian mil y un caprichos que imaginaba inalcanzables. Los anuncios de perfume me susurran en lenguas extrañas. “What are you made of?”. “Be delicious”. “J’ai t’aime”. Poco a poco voy entrando en una fase de ensoñación hasta que, al pasar junto a unas puertas metálicas, se produce el influjo: se abren automáticamente y entro en un mundo de fantasía donde todo es perfecto. Un mundo donde no existen los problemas, ni las dificultades. Donde no hay pasado, ni futuro. Donde solo existe un instante privilegiado al que accedo con mi tarjeta de crédito. Soy actor y protagonista. Durante ese trayecto me siento un héroe; a la vuelta, un villano.
“Las muñecas de Famosa se dirigen al portal, para hacer llegar al niño su cariño y su amistad”. Pero, esta vez no van a poder conmigo. Ahora estoy preparado. Soy consciente de que la mecánica consumista es el resultado de una manipulación sistemática, el síntoma de una sociedad donde la realidad es convertida en mercancía y el deseo en motor social. Todo vale con tal de que no se caiga el tinglado. Y ahora, solo tengo que recordarlo, tener presente cómo funciona la maquinaria comercial. Y además… procurar que no se me olvide comprar regalos para toda la familia. ¡Lo disfruto tanto! Siempre les reservo más de una sorpresa. Todo me parece poco a cambio de ver la alegría en sus caras. Igual, hasta me compro algo también para mi, ¿porqué no?
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